martes, 26 de febrero de 2013

Tras el andén escaleno

I

De pronto,
o de repente – pantagruélica elección –
una mujer queda encinta
y súbitamente
empujadas por la marabunta del atardecer
escalan
al frente, confundidas, esa madre y su cría.

II

¿He de alabar a dios?
¿A este dios introspectivo y deprimente?
¿A esta delgada arista, casi famélica
de sien salomónica y nariz lasciva,
incuestionable?
Loado sea el infalible vivíparo
omnisciente.
Revelación: dios y yo somos carnívoros.

III

Bruma. Lánguida. Derritiéndose perezosa en las vetustas aristas del tiempo. Un tiempo ajado, legendario, de noches tempranas en los albores del invierno. De recuerdos telúricos. Bruma. La misma bruma lánguida en la mirada, en los derrotados ojos alzados entre la marabunta, al atardecer, recién paridos con cada guirnalda. Y dios devora su luz. Carnívoro. Porque el vientre materno decide abandonarse a la rendición. Ha erigido un templo con cimborrio de estrellas, y las estrellas oran. Oran con su brillo vidrioso, reflejo, arrancado a las cuencas inertes que miran a dios. Son lamentos azules. Grisáceos. Inmersos en un dolor austero, en un gemido sordo perdido en un laberinto de muros augures. Hallada la enfermedad es injusticia, es la impotencia de un ser divino escupida en su ara, disparada en mi sien. Muerte y bruma. La maldita bruma lánguida que se retuerce en mi garganta, y balbuceo, débil. Con aliento turbado me adivino cadáver, harapos del dios salomónico venerado en el altar de hiladas celestes. Tambaleante. Como el héroe de la leyenda de guirnaldas. Y huyo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario