miércoles, 1 de junio de 2016

Una hoja en la penumbra

Recuerdo que llovía. Durante aquella mañana, unas voluptuosas nubes vestidas de blanco habían bailado sobre nosotros dibujando mansamente figuras imposibles. Mientras nacía la noche, exhaustas tras sus juegos vespertinos, decidieron deshacerse en perladas lágrimas que cayeron desde el cielo. Era el mes de junio, y durante la madrugada anterior, una inoportuna tormenta ya había deslucido los festejos de San Juan. Había pasado la tarde en la habitación, leyendo una y otra vez, con devoción y ansiedad, la selección de poemas de amor que me regalaron un lejano aniversario. Con la nostalgia encogiendo el corazón, me levanté del escritorio donde reposaban mis anhelos y mis alegrías, y me aproximé lentamente a la ventana. La lluvia acariciaba el jardín. Las húmedas hojas de las hortensias y las calas se arrastraban por la tierra, lacias, esperando los rayos de sol que les devolviesen la tersura; las palmeras parecían rendidas, gigantes vencidos que meciesen los brazos tras aquel combate desigual con la naturaleza y el ailanto, ajeno a la batalla, se mostraba como un héroe erguido ante la inclemencia. Apoyado en los cristales, cada suspiro extinguía el aliento y aquella belleza estival languidecía ante la debilidad de los sentidos. Entre el rumor del agua, escuché la cadencia de unos pasos.

- ¿Qué padeces? - exclamó mi abuelo.

Estaba junto a la puerta, observándome con sus ojos compasivos y vivaces. Había regresado del pueblo con el maletero rebosante, con el aroma inconfundible de los frutos recién traídos de su mimado huerto. De acuerdo con la tradición de la familia, compartiríamos el fin de semana disfrutando de la cocina y la buena mesa, celebrando juntos esos deliciosos sabores de temporada. Tras un instante de duda, respondí:

- Nada.

- ¡Ay! Qué melancólico estás. ¡Eso es amor! - sugirió con picardía.

- O desamor.

Fue un murmullo. Entonces, avanzó hasta mi posición con paso decidido y pausado a un tiempo, reflejo de toda una vida de sacrificio. Se llevó las manos a la espalda y dejó que su vista se perdiese unos segundos en el anochecer encapotado entre el ramaje de los porches. Sin desviar la mirada, me indicó con una seña que permaneciese en silencio.

- El abuelo Justo fue un buen hombre. Tenía las tierras más allá de la ermita, cerca del nuevo polígono industrial. Cada jornada se llevaba un zurrón con una pequeña hogaza, una bota de vino, a veces algo de embutido y siempre, una navaja afilada. Al llegar el mediodía, dejaba los aperos y se cobijaba bajo la sombra de un olivo que hacía de mojón entre su huerta y los campos del tío José, donde tomaba un almuerzo con el pan y el alimento que hubiese en el fardo, antes de volver a la faena. En ocasiones, hasta se permitía el lujo de una pequeña siesta. Cierto día de primavera, tras ese breve descanso, olvidó su navaja junto al tronco, y al terminar su labor volvió a la casa, ya en pleno atardecer. La recordó antes de acostarse, pero considerando la honradez de los vecinos, durmió sin preocupación. Eran otros tiempos. La mañana siguiente se despertó temprano, se preparó y marchó al campo como cada amanecer. Sin embargo, antes de comenzar el riego, anduvo hasta el olivo para recuperar su cuchillo. Aquella tarde, por primera y, quizás, única vez, el abuelo Justo regresó de la era sin haber completado las tareas que con tanto esmero preparaba. Cuando le preguntaron qué había ocurrido, él no supo explicarse. Dijo que aquella noche la navaja y el olivo se enamoraron, y que cuando llegó a recogerla con las primeras luces del alba, se sintió embriagado de una plenitud desconocida, de una esperanza y de un bienestar que jamás hubiera imaginado. También contó que aquel lindero con las tierras del tío José se había convertido en un lugar mágico, en un paraje en el que los sueños podrían hacerse realidad si se creía en ellos. Desde entonces, todos los miembros de la familia han utilizado la navaja del abuelo Justo para grabar los nombres de sus amores en la corteza del olivo, y a pesar de todas las dificultades, de los tropiezos y de las penalidades, éstos se hicieron cada vez más fuertes, más puros, y llenaron de felicidad a la pareja durante toda la vida.

Aguardamos unos instantes en silencio, dejando que el eco de sus palabras se mezclase con el resbalar de la lluvia sobre el jardín. 

- Un cuento precioso. Gracias, yayo - respondí con una sonrisa.

La mueca de desaprobación que agitó su rostro me entregó al estupor. El brillo de la desilusión envolvió sus ojos apenas pronunciada aquella lacónica expresión, y, entornando los párpados tras inspirar con entereza, se sumergió en un momentáneo ensueño antes de retomar la voz.

- Conocí a tu abuela cuando tenía quince años. Durante mucho tiempo nos quisimos y nos peleamos, nos buscamos y nos alejamos, sin alcanzar un compromiso a pesar de la nobleza de nuestros sentimientos. Sin embargo, al comprender que ella debía ser mi esposa, yo mismo escribí los nombres en el árbol. Sabes que no hemos vuelto a separarnos.

Calló y observó con impaciencia el efecto de su testimonio.

- Yayo - vacilé -, aunque te decepcione, creo que fue una amable coincidencia. Ya no confío en la magia del amor.

La inmóvil serenidad de mi abuelo me hizo creer que no había escuchado la respuesta. Al cabo de unos segundos, se llevó las manos al bolsillo esbozando una enigmática sonrisa, y puso ante mí una vieja navaja que habría juzgado de colección de no haber conocido la historia del abuelo Justo. 

- Quizás no pueda convencerte, pero no voy a negarte el privilegio. Reflexiona. Medita. Escucha las verdaderas razones de tu corazón y sólo si estás seguro de lo que sientes, ve y graba vuestros nombres. En cualquier caso, recuerda que cuando te acerques al olivo, debes sujetar la hoja con tus manos. El amor obra maravillas que jamás afirmarías.

Tras los cristales, un viento suave besaba los frutos del ailanto haciéndolos cantar.




Un eléctrico cielo azul gobernado por un sol esplendente embriagaba los sentidos. Caminaba por el arcén de la angosta carretera que atravesaba el pueblo y, un par de kilómetros más adelante, sorteaba el olivo del abuelo Justo con una curva inverosímil. Aquellos días, la reflexión recomendada había engendrado tantas preguntas y respuestas que temí perder la objetividad en la percepción. Sin embargo, la conclusión no ofrecía matiz alguno. La evidencia creció en mi alma sin recelo y desató con renovadas ilusiones una impetuosa rotundidad. Los vehículos de pintorescos veraneantes circulaban apresurados añorando sus destinos; esquivándolos, envidiaba ansioso su presteza al tiempo que resguardaba en mi bolsillo la navaja que disfruté aquel intenso estío. En lontananza, las instalaciones industriales indicaron el final de la andadura. Entre sedientos campos que suplicaban las lluvias, el viejo olivo sobrevivía ajeno a la sequía, regalando su sombra a todo viajero que quisiera descansar. Me detuve. En su corteza, las cicatrices de los enamorados susurraban nombres al oído: Alicia, Alfonso, Justo. Recordé la advertencia de mi abuelo y así la hoja con firmeza entre mis manos, dispuesto a escribir un nombre, imaginando el idílico desenlace que apetecía a mi corazón. Aferrado a mi fantasía avancé hacia el tronco, mas tropecé y caí; resbaló el filo entre mis dedos y quedó tendido a mi lado sobre la tierra, desde donde se escuchó su voz.

- ¡Huye! Quiere hacerte daño.

Entonces, el olivo desempolvó sus raíces y comenzó a correr, despeinando sus hojas y sus ramas con la violencia de la fuga. Recogí la navaja y me incorporé. Lo contemplé marchar entre los huertos, enredándose con los rastrojos y los matorrales que mecía una cálida brisa entre el bochorno de la tarde. En la quietud, me prometí que la mañana siguiente nacería un nuevo intento.

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