sábado, 30 de abril de 2016

Ileso

Dijo que esta vez no fallaría, como cada mañana, para sí, delante del espejo del lavabo. Una legaña amarillenta había sobrevivido a la ducha y a otra mala noche, sorteando el insomnio con escaso éxito. La cama era el mejor laboratorio para sus ensayos mentales, dónde cualquier experimento concebido arrojaba excelentes resultados. Había recordado el año de finalización de sus estudios, enumerado los tres principales puntos fuertes de su candidatura y descubierto ese pequeño hándicap que podía corregir. Había argumentado cada movimiento de transición durante su carrera profesional y había establecido una ajustada banda salarial para el puesto vacante. Incluso había preparado su discurso de ascensor para destacar en la elección. Entre las sábanas, no existían posibilidades de fracaso.


Con el albornoz todavía puesto, se humedeció la cara y comenzó a aplicar espuma sobre la barba. La iluminación led se reflejaba sobre su piel pálida y remarcaba el incipiente pelo negro que, incansable, nacía con densidad en sus mejillas. En la repisa junto al espejo esperaban la loción, el desodorante y la colonia. En el dormitorio aguardaban un traje gris marengo y una corbata azul marino con mínimos topos carmesí, el mismo conjunto que durante los últimos tres años había salido del armario en menos ocasiones de las deseadas. Apenas unas pocas bodas y un puñado de entrevistas desde ese despido que la empresa había pretendido procedente y el arbitraje se encargó de transformar. Su fecha de nacimiento se había revelado un lastre en cualquier proceso de selección y señalaba un exceso de experiencia que se antojaba ingobernable. Así, su currículo incorporaba casi con infalibilidad el calificativo de desestimado. Ese perfil no podía trabajar.

Perfumado, apagó la luz del baño y salió. Esta vez, al menos, la cuchilla de afeitado había vuelto a su soporte sin restos de sangre.